miércoles, febrero 11, 2009

El circo y el papalote

Los recuerdos de la infancia son para mí algo preciado. Si miro mis fotografías de niño me reconozco sin problema alguno en aquella tamaño pasaporte de cuando tenía 11 años. La casa de mis padres, llena de libros, comida y afecto. El despertar de la imaginación y de la creatividad. Las miles de horas frente a la TV (cómo no hacerlo: la TV nos daba de comer, allí trabajaba mi padre). Mis primeros discos, mis primeros libros, la patineta, la bola de basket, mis series favoritas, mis compañeros de escuela. Cuando la vida me permite recuperar algo de eso (por ejemplo, si encuentro en CD uno de mis viejos LP's), siento una gran alegría, porque regreso o quizá caigo en la cuenta que nunca salí de ahí.

A veces algo me trae a valor presente todo aquello. Esta vez, fueron dos cosas: la llegada del circo y los papalotes.

Creo que la primera y única vez que he asistido a una función de circo fue cuando tenía unos seis años. En mi memoria se conservan sólo unas imágenes sueltas: una gran carpa, asientos de tabla, algodón de azúcar, pinchos de carne asada, y Batman y Robin manejando motocicleta en una jaula esférica de metal (por supuesto, no eran los verdaderos, pero a esas edades eso no importaba). Son, posiblemente, algunos de mis recuerdos más viejos. Por cierto, de niño nunca me gustaron los payasos, ni los de circo ni los populares (mascaradas). Me daban miedo. Luego, para mí los payasos y los circos se han circunscrito a una maravillosa obra de teatro de Michael Ende ("Jojo"), al circo de la Televisión Española (con Miliqui, Fofito y Miliquito); al ser maligno de "IT", de Stephen King, y a algunos números espectaculares del Cirque du Soleil que vi en la TV, incluyendo una hermosa película llamada "Alegría".

El circo es un espectáculo esencialmente nómada. Y cada cierto tiempo, toca mi ciudad. Curiosamente, esta vez llegaron dos al mismo tiempo, y aunque no llegué a verlos, sí convocaron poderosamente mis memorias de niño. Por suerte, ya no me asustan los payasos.

El segundo recuerdo fueron los PAPALOTES. En otras latitudes les llaman "cometas", "barriletes" o de otras maneras. Papá nos compró unos muy sencillos de forma octogonal, y fuimos al Parque La Sabana para elevarlos, de seguro en verano. Creo que nos fue fatal: que la cola muy chica, que la cola muy pesada, que se reventaba el hilo. Muchos años después regresé a La Sabana varios domingos, para ver a padres y a hijos elevando papalotes, algunos maravillosos. Una vez el hilo se rompió y TODOS (yo también) corrimos a alcanzarlo fuera del parque, entre los carros. Qué deliciosa imprudencia.

Esta vez ese recuerdo fue removido por una película llamada "Cometas en el cielo" (The Kite Runner), del director Marc Forster (el mismo de "Descubriendo el país de Nuncajamás"). La película está basada en un libro homónimo del médico afgano Khaled Hosseini. Es una historia de amistad, traición, culpa, redención, familia y guerra, pero además, como el mismo autor señala, sobre el poder de la palabra escrita. Todo, desde la visión de dos niños de Kabul y sus competencias de papalotes (las escenas de estos en pleno vuelo son espectaculares). Entonces, la guerra era eso, una lucha entre papalotes. Pero luego, la invasión rusa, el exilio, el Talibán, el expolio y el caos, y el regreso en medio de destrucción y fanatismo. Y de nuevo los cometas volando, en manos de nuevas generaciones de inmigrantes, muy lejos del hogar paterno. La película, que data de 2007, se rodó en dari, lengua afgana, y en inglés. Hace patentes las miserias y grandezas del ser humano, mientras narra una historia tierna, pero a la vez cruda. Es emotiva, emocionante y poética. Creo que el director Marc Forster ya había logrado sentimientos igualmente fuertes con "Finding Neverland".

El libro pero empieza de un modo tan poderoso como las imágenes de Forster:

"Me convertí en lo que hoy soy a los doce años. Era un frío y encapotado día de invierno de 1975. Recuerdo el momento exacto: estaba agazapado detrás de una pared de adobe desmoronada, observando a hurtadillas el callejón próximo al riachuelo helado. De eso hace muchos años, pero con el tiempo he descubierto que lo que dicen del pasado, que es posible enterrarlo, no es cierto. Porque el pasado se abre paso a zarpazos. Ahora que lo recuerdo, me doy cuenta de que llevo los últimos veintiséis años observando a hurtadillas ese callejón desierto".

Por longitud y latitud, Afganistán queda muy lejos de Costa Rica, pero los "papalotes" nos son  cercanos, así como las sonrisas de los pequeños y grandes, al verlos volar, bajar y elevarse alto, y perderse con el viento. Pedro Guerra canta aquello de "le pido al dibujante que me lleve en un cometa". La vista debe ser magnífica. Desde ahí quizá nos sentamos más comprometidos a pedir para que algún día se aclare la niebla.

A veces creo que Peter Pan tiene razón.